Golpes bajos by David Gistau

Golpes bajos by David Gistau

autor:David Gistau [Gistau, David]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2016-12-31T16:00:00+00:00


Magda vivía en un dúplex del paseo de la Castellana, a la altura de Cuzco, cerca del feo bloque de hormigón del ministerio de Economía que todas las mañanas se tragaba filas de funcionarios y los tosía a la hora del café. Era un décimo piso desde el cual, de noche, la avenida parecía precipitarse hacia el sur como una enorme pista de aterrizaje iluminada. Se veía cómo le fluía la sangre a la ciudad. No era un barrio cálido ni de tienditas, pero a Magda le gustaba porque los paisajes urbanos la hacían sentir en Nueva York sólo con engañarse un poco. Muy cerca estaban también las calles prostibularias colindantes con Capitán Haya. Los clubes, cuyos neones parpadeaban, que habían hecho fortuna, como las arrocerías y las marisquerías, orbitando alrededor de algunos grandes hoteles para ejecutivos. Hacía unos meses, Piñata tuvo que aplicar allí una violencia de grado medio para limpiar esas calles, que se pretendían golfas, pero elegantes y muy American Express, de algunas putas de esquina africanas colocadas por un grupo de nigerianos con iniciativa, pero poco conscientes de las jerarquías y los repartos territoriales de Madrid. Hubo algunas palizas con porras extensibles. Hubo algunas chicas abandonadas desnudas en la nieve del puerto de Navacerrada, expulsadas de coches en marcha, que entraban pidiendo auxilio en el alquiler de esquíes, ateridas y con pinchazos en un glúteo. Hubo un par de tiros en las rodillas. Hubo acoso de los mismos policías municipales en nómina que enviaban las grúas a los garitos de la competencia o los rodeaban de controles de alcoholemia. Con eso fue suficiente para que los nigerianos se desplazaran a la Casa de Campo, donde sus putas, emboscadas entre los árboles en pleno día o exhibiéndose con grosería en las cunetas, eran avistadas con estupor por las familias que conducían hacia el zoo o el parque de atracciones. Terminaron causando un problema de circulación cuando por allí comenzaron a meterse los parranderos y las despedidas de soltero. Incluso prosperó un negocio de venta de bebidas y bocadillos traído por unos ecuatorianos del Batán que instalaron parrillas en la periferia del vicio y lo mismo daban de cenar a las chicas que a sus clientes. Nadie intervino en esta ocupación de la Casa de Campo porque Piñata quería a las negras de los nigerianos precisamente allí, en un hábitat propio, en una intemperie de caminos de tierra alejada de la parte de la ciudad donde un portero con chistera abría la puerta del taxi a los clientes de los clubes. El propio Piñata sabía que, algún día, el periodismo metería presión si los niños dominicales, con su globito, seguían viendo a putas tremendas y zafias que se levantaban la falda para enseñar el coño a su padre o que aliviaban clientes ahí mismo, a la vista. Pero eso se arreglaría con algún tipo de acuerdo horario que habría que imponer a los nigerianos y pedir a los municipales que lo gestionaran. Convenía a todos. Se haría.

A Alfredo y a Magda se les hizo larga la subida de diez pisos en el ascensor.



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